domingo, 20 de septiembre de 2009

DON ERNESTO

“Yo si puedo cachondear con el porvenir, yo puedo hacerlo, tú no…”
Así, furioso y descreído de todo me hablaba Don Ernesto, un borrachín de unos sesenta y pico de años que se paseaba sin destino junto a las vías de calle Francia, en Rosario. Don Ernesto, según decía, solía caminar siempre por allí, le hacía recordar a su padre y a los años dorados del ferrocarril argentino. Me contaba eufórico que había participado junto a su progenitor de una recordada huelga ferroviaria de 42 días en los 60` contra Frondizi y el Plan Larkin, que igual no había servido para nada, que igual su padre, ferroviario durante toda su vida al igual que él, no había visto el resurgimiento de “Ferrocarriles Argentinos”, había muerto y él, con tan poca suerte desde ese momento, había sido despedido tras emborracharse al trabajar en varias oportunidades. ¡Que buena carga de gin traía aquel cabrón en la sangre!, se le notaba en las venas que de alguna manera se les escapaban de la piel. Me contaba de la gran fatiga de la existencia y del hecho de fracasar-triunfar y ser un Don Nadie. A mí parecía un tipo brillante y al mismo tiempo un pasatiempo increíble mientras algún taxi llegaba a mí.
Juntos desde las vías del tren miramos hacía el río, tapado hoy por una suerte de “modernidad arquitectónica.” Al quía no le gustaba nada esto. Se quejaba muchísimo.
Rezongaba, que querían robarnos el río, a nosotros, la plebe.
“Muchacho, ¿no entiendes lo que pasa aquí? Quieren robarnos hasta el condenado sol, quieren dejar todas las bellezas de este mundo a cargo de burgueses sin corazón.”
Y luego me daba la espalda y llevaba a cabo flor de monólogo.
“Los jóvenes tienen tanta prisa siempre por ir a hacer el amor…para divertirse, que en materia de sensaciones no se lo piensan dos veces -y susurraba a nadie- habría que saber por qué se empeña uno en no curar la soledad…”
Volvía a mirarme y me preguntaba.
“¿No es como vivir en un mediodía eterno? Por eso me gusta tanto la noche y la disfruto como…”
No terminaba las ideas, me costaba mucho saber a donde quería llegar. Típica charla de borrachos. Básicamente pensaba que los jóvenes solo pensábamos en follar, que no veíamos como el mundo se caía a pedazos, como se contaminaba todo, como se llenaba de mierda. Y luego se contradecía.
“Mejor que nos tapen todo. ¿ Qué queremos ver? ¿Mierda liquida? –se lamentaba llorisqueando- Río marrón, completamente sucio. La diarrea de Dios. El tirano siente hastío de la obra que representa mucho antes que los espectadores…nosotros, seres tan innobles.”
Seguía sin comprender bien a donde quería llegar, lo que me gustaba era como lo decía. No sabía bien lo que salía de su bocota pero me enamoraba esa forma poética de referirse a la mierda y al fracaso, me hacía acordar a gente que había leído.
Me hizo entender de alguna manera que la noción de progresismo estaba en crisis, yo de alguna otra ya lo sabía. Hemos heredado esa evolución contradictoria, decía una y otra vez. Y volvía a caer en el ejemplo de los grandes edificios que sobresalían al cruzar el parque y la vía, Nombraba a Le Courbusier, gritaba “Wright” y se le escapaban comparaciones con una lejana “casa buque”.
Era obvio que Don Ernesto detestaba la mayoría de las cosas que estaban en la tierra, que no sabía que hacía aquí, no sabía porque se empeñaba en seguir vivo. Yo le pregunté y él me contestó.
No me quedé seguro, ni siquiera entendí del todo la respuesta, pero al alejarme en taxi, me di vuelta y lo encontré a él, también alejándose. Estaba parado en el mismo lugar donde lo encontré, entre un alambrado destrozado y las vías del tren, unos pantalones de vestir color crema que talvez nunca se cambió, un pulóver apolillado, una camisa desteñida que apenas se asomaba y una boina que casi siempre llevaba en la mano.


(Ahí me di cuenta que lo único que sabía era que Don Ernesto no era un Don Nadie, sino que era Don Ernesto y no paré de sonreír hasta llegar a casa y escribir el principio del encuentro.)